Carlo Morici
Fotos: Carlo Morici - Carlos M. Anglés - Sergio Socorro - Juanjo Ramos - Rincones
De las 2.350 especies de palmeras que existen en el mundo, una es endémica del Archipiélago canario. Pertenece al género Phoenix, que cuenta con 13 especies distribuidas por los climas cálidos del viejo mundo, desde Canarias hasta Hong Kong, pasando por África y el Mediterráneo, por la Península arábiga, la India e Indochina. El tamaño varía mucho entre las especies: Phoenix canariensis es la más imponente de todas y existen especies pequeñas con tallos cortos que no alcanzan el metro de altura.
Phoenix canariensis es una palmera de gran tamaño, solitaria (sin retoños) y dioica (con sexos separados sobre plantas distintas). Su tronco es muy grueso y puede superar los 30 metros de altura. Las cicatrices foliares lo decoran típicamente
con dibujos en forma de rombo y en su parte superior
es arropado por las bases de los hojas y por las fibras, que persisten durante años e incluso décadas antes de caer. Es la palmera con la mayor cantidad de hojas en su copa, pudiendo contar con más de 50, y cada una de ellas con unos 400 segmentos alineados en dos planos, que en la mayoría de los ejemplares se tuercen lateralmente 90 grados. Los segmentos foliares más próximos al tronco se han modificado y reforzado hasta convertirse en hojas-espinas (acantófilos) muy robustas, que forman un enredo de navajas que envuelve y protege el cogollo. Todas las especies del género Phoenix poseen acantófilos, pero los de la palmera canaria son los más desarrollados. Su armadura es de las más agresivas en la familia de las palmeras y también en la flora de Canarias.
El aparato radicular es extenso y no posee raíces principales. Cuenta con miles de raíces fibrosas que no aumentan de diámetro con el tiempo y le permiten aprovechar bolsas de agua subterráneas, sobrevivir a cortos periodos de encharcamiento, fijar tenazmente el sustrato y anclarse en los más inestables fondos de barranco. Es una especie muy longeva, tanto que los ejemplares más altos llegan a superar los dos y quizás tres siglos de edad.
El ciclo de vida
Las palmeras canarias tienen los sexos separados sobre individuos distintos y es fácil distinguirlos. Las palmeras hembras producen inflorescencias más grandes y abiertas, con flores espaciadas que pronto se convierten en frutos. Los machos presentan inflorescencias más pequeñas y cerradas (escobas) densamente cubiertas de flores que producen polen abundante. Existe cierto dimorfismo sexual en el porte de las plantas adultas, lo cual es rarísimo en las palmeras y en las plantas en general: los machos suelen poseer una copa más compacta y “achatada”, comprimida en el eje de la altura, y las hembras una copa más abierta y redondeada. La época de floración es variable y suele desarrollarse antes de la estación fría y húmeda, cuando el viento y los insectos transportan el polen hasta las hembras. Los frutos dulces y fuertemente coloreados maduran a lo largo de la estación seca y cálida y son dispersados por algunas aves que los ingieren enteros. Otros pájaros actúan de depredadores, pues comen solamente la pulpa carnosa y dejan caer la semilla al pie de la madre, donde generalmente no prosperan. Los frutos muy a menudo son atacados por unos gorgojos que abren galerías en la semilla, que muere si el embrión es alcanzado.
Las semillas, aún pudiendo germinar de inmediato, son capaces de resistir más de un año de conservación en frío (+4° C) y varios meses en la tierra seca del medio natural, cosa poco común en una familia caracterizada por la breve duración de sus semillas. El tipo de germinación permite que las plántulas comiencen su vida ligeramente enterradas y protegidas de las sequías de sus primeros veranos.
La semilla produce un “cordón” llamado pecíolo cotiledonar que crece en la tierra hacia abajo y lleva en su punta el embrión, que dará lugar a hojas y raíces.
Durante aproximadamente un año el pecíolo cotiledonar actuará de cordón umbilical entre la plántula y la semilla. A la germinación sigue una larga fase de establecimiento en la que las plantas jóvenes aumentan el tamaño de sus hojas y construyen la base del tronco.
El establecimiento dura de 5 a 8 años y finaliza con la primera floración que marca el comienzo de la edad adulta. En esta especie la madurez sexual llega muy temprano, ya que las palmeras pueden florecer con medio metro de lo que parece un tronco. Este tallo corto en realidad no es un tronco verdadero, pues todo lo que vemos son las bases de las hojas que forman el cogollo.
Durante estas primeras floraciones el ápice está todavía a nivel del suelo y el verdadero tronco de estas jóvenes adultas está todavía a ras de suelo y se parece a un disco, que tiene el diámetro definitivo pero mide escasos centímetros de altura. Una vez alcanzada la madurez sexual y con ello el diámetro de base definitivo, los troncos comienzan a crecer en altura. Su velocidad es muy variable y según las condiciones resulta en 5-40 cm por año. Al igual que en la mayoría de especies de palmera, los troncos no aumentan de diámetro con el paso del tiempo. Por ello aún teniendo diámetros iguales o parecidos, las palmeras jóvenes aparentan un tronco “sobredimensionado” y las más altas parecen tener troncos “esbeltos”. En la especie canaria esta ilusión óptica es acentuada porque los ejemplares jóvenes tienen el tronco agigantado por los restos de las hojas que los forran y que tardan décadas en deshacerse. El crecimiento es continuo a lo largo del año pero se concentra en flujos de nuevas hojas que coinciden con una mejora climática: el comienzo del calor en las zonas más frías y las primeras lluvias en las zonas más secas.
La distribución
Phoenix canariensis posee una gran amplitud ecológica que le permite vivir en condiciones ambientales muy diferentes. Hoy crece de manera natural en todas las islas, formando poblaciones aisladas, más o menos densas según la localidad. Abunda en La Gomera y en Gran Canaria y es escasa en El Hierro. Habita tanto en las tierras fértiles del Norte como en las áridas del Sur, siempre que sus raíces alcancen un barranquillo o una rambla de los que puedan sustraer algo de agua.
La palmera es clasificada como freatófito por su extraordinaria capacidad de depender de las aguas subterráneas y soportar el encharcamiento temporal de sus raíces. Prefiere las “medianías bajas”, entre los 200 y los 400 m de altitud pero ocasionalmente puede bajar por los barrancos hasta cerca del mar, dejando el paso a los tarajales sólo en los tramos finales más salinos. También sube hacia las cumbres por los valles térmicos desafiando las heladas, como es el caso de la población de Arure, en La Gomera que alcanza los 1.000 m de altitud.
A lo largo del siglo pasado, la palmera canaria se ha plantado en todo el planeta como árbol ornamental. Hoy se está asilvestrando en varios países y si bien nunca ha llegado a convertirse en plaga problemática, se ha reproducido espontáneamente en muchísimas localidades en el Mediterráneo, en California, en Nueva Zelanda, en Buenos Aires e incluso dentro de los trópicos, en el bosque de nieblas de la Isla Margarita en Venezuela.
La destrucción de los palmerales y de los bosques termófilos
Hoy muchas poblaciones están separadas por amplios territorios sin palmeras y cabe imaginar que podían haber sido continuas antes de la llegada del hombre, que alteró profundamente su distribución. En el pasado, las Canarias albergaron bosques termófilos mucho más desarrollados que los actuales, a menudo protagonizados por palmeras. Las crónicas indican que con la conquista empezó un duro exterminio del bosque termófilo, de las palmeras y los palmerales, ya que ocupaban las tierras más fértiles, que había que destinar a la agricultura. Debemos preguntarnos qué aspecto pudieron haber tenido hace unos siglos los barrancos de las islas donde hoy residen los restos achaparrados de los bosques termófilos, meros vestigios de unos ecosistemas que en el pasado gozaron de mayor espacio y recursos. Los cauces, dominados por saucedas o tarajales, habrán estado salpicados por infinitas palmeras canarias de gran altura. ¿Qué tamaños habrán alcanzado en esas Canarias vírgenes los árboles termófilos azocados por las copas de las palmeras?
El paisaje del Archipiélago fue paulatinamente domesticado y el bosque termófilo quedó relegado a las laderas, a los pocos fondos de barrancos no abancalados y a los rincones más alejados y menos aprovechables para la agricultura, cada vez más compleja y productiva.
Además de la acción directa de la deforestación con hacha y fuego, el hombre produjo grandes alteraciones en la hidrología de las islas. Se abrieron pozos y se perforaron galerías, se construyeron embalses y se canalizaron las aguas, y ello afectó profundamente a la distribución de una especie tan dependiente del agua subterránea.
Las palmeras vieron como sus barrancos iban secándose a medida que el hombre desviaba el agua hacia los cultivos y en muchos lugares la especie se “mudó”.
No pudo reproducirse más en los cauces secos y las viejas madres siguieron dando semillas que esta vez germinaron en los nuevos ambientes húmedos creados por el hombre. Las palmeras empezaron a crecer en los bordes de las terrazas de cultivo y en la base de las atarjeas, beneficiándose de las sobras de las aguas gestionadas por el hombre.
El árbol de mil usos y la conquista del agropaisaje
A la vez que se exterminaban palmeras y palmerales, los descendientes de los europeos fueron comprendiendo el valor de la especie. Aprendieron a aprovechar todas y cada una de sus partes siguiendo, probablemente, técnicas ya conocidas por los aborígenes. La palmera se convirtió en un complemento excelente en las economías de subsistencia, y llegó a nacer una industria rural ligada a sus variados productos. En las islas más áridas y en las costas más secas desprovistas de árboles, las palmas, junto con las cañas suplieron la escasez de madera. Desde la cestería tradicional hasta el uso forrajero, los mil aprovechamientos de las palmeras permitieron que muchas de ellas ya no solo se respetaran sino que fueran ayudadas en su establecimiento y mantenimiento.
La industria del guarapo cobró importancia en la isla de La Gomera y perduró hasta hoy. La miel de palma es el elemento irrenunciable de la repostería tradicional de La Gomera, y hoy de todas las Islas. Para más orgullo, es el único alimento de nuestras mesas procedente de un endemismo canario. La explotación bien llevada es un exquisito ejemplo de sostenibilidad. La utilidad de Phoenix canariensis en el mundo rural de La Gomera, tan fragmentado y tan abierto a una gran diversidad de cultivos, hizo que esta Isla llegara al tercer milenio siendo la Isla de las palmeras
Los palmerales son formaciones arbóreas donde la palmera protagoniza el paisaje. La definición abarca un sinfín de casos y se consideran palmerales tanto las agrupaciones de palmeras que crecen cerca de algún manantial como las extensas poblaciones que ocupan valles enteros. La mayoría de los que existen hoy en las Islas no son naturales, sino fruto de la acción humana que hizo que las palmeras acabaran dominando el entorno, bien por favorecer su establecimiento, bien por eliminar el resto de las especies que resultaban menos “interesantes”.
Las poblaciones antrópicas y el abandono de los palmerales
Las actividades humanas llevaron de muchas maneras a la creación de palmerales. Phoenix canariensis era la favorita entre las especies arbóreas nativas, por su utilidad y también era la que mejor resistía a los incendios y en general a las alteraciones que producían la agricultura y el pastoreo. Varios palmerales antrópicos no son directamente cultivados sino que funcionan como sistemas forestales. Se gestionan y mantienen con el fin de practicar un manejo forestal, cuidando las plantas a cambio de algún aprovechamiento. Generalmente las palmeras se reproducen por sí solas y se elige cuáles sobrevivirán, eliminando aquellas que germinaron en lugares inadecuados y favoreciendo el establecimiento de otras, protegiéndolas de las cabras y a veces incluso regándolas. El tamaño y la fisonomía de estas poblaciones varían mucho, existiendo ejemplos inusuales como los palmerales lineales que bordean las canalizaciones de agua o los linderos de fincas y de gavias. En las laderas abancaladas las palmeras crecen a lo largo de los barranquillos de drenaje y a veces bordean las huertas.
La identificación visual se complica y se hace imposible cuando los genes se diluyen en las siguientes generaciones pudiendo existir plantas con sólo un cuarto, un octavo o menos de “sangre” de datilera en sus genes. Para caracterizar con certeza los ejemplares dudosos son especialmente útiles las herramientas moleculares desarrolladas recientemente en la Universidad de Las Palmas por P. Sosa y M. A. Pérez y en Montpellier, por J.C. Pintaud, que permiten diseñar programas de rescate para palmerales. Las bases científicas están ya, y sólo falta una inversión económica que las lleve al campo, para aclarar dudas y solucionar problemas.
Caracteres diferenciales más llamativos para distinguir las dos especies
Click sobre la tabla para ampliar